10 de noviembre de 2016
Dirige el estudio Normal y creó la galería Monoambiente. Le interesan los espacios, le apasionan los materiales y lo estimula la experimentación.
La investigación es su concepto de bandera y la arquitectura (fronteriza con el arte, la performance y el diseño industrial) su forma de expresión. En una charla íntima desde el emblemático Complejo Los Andes, en el barrio porteño de Chacarita, Martín Huberman habla de la cultura del diseño, del valor de la arquitectura y de por qué la sustentabilidad no tiene que ser entendida como un recurso opcional, sino como parte de la identidad constitutiva de un proyecto.
Cuando eras chico vendías tus juguetes a través de la reja de tu casa, ¿también los fabricabas?
No, eran juguetes comprados. Fue un temprano mercantilismo, la voluntad de hacer dinero. Lo hacía con mi primo: lo que nos divertía era la interacción con la gente. Era otra versión de tirarle bombitas al colectivo que pasaba por la puerta de casa. De chiquito, más allá de los Legos, no fui muy constructor.
Tus dos papás son arquitectos, ¿qué lecciones te transmitieron?
Aprendí viajando con ellos. Mi mamá siempre cuenta la historia del Game Boy: pasábamos por lugares increíbles como París y yo estaba jugando, no le prestaba atención. Mis papás siempre fueron políticamente muy activos dentro de la disciplina: estuvieron a cargo de proyectos muy interesantes como la renovación de Avenida de Mayo y la corporación de Puerto Madero cuando todavía no existía. En el living de casa siempre se juntaban arquitectos y yo era el único niño. Me obligaban a comer con ellos y en esa comida se hablaba de la ciudad: de cómo tenía que crecer, de si el puerto se movía o no, de cómo repensar al centro histórico. El lenguaje del espacio, de la arquitectura y de la historia arquitectónica marcaron mi estilo.
¿Cómo lo definirías?
Hay algo innegable en cuanto a lo militante, a lo proyectivo, lo editorial y lo curatorial que tengo respecto a espacios como Monoambiente, que para mí provienen de lo que ellos me transmitieron.
¿Trabajaron juntos alguna vez?
Sí: y nos matamos. El estudio de ellos se llama Fernández Huberman Otero, la sigla es FHO: yo ya había hecho un logo que era FH20. Hicimos una obra en conjunto y ellos me acogieron en su estudio. No tuve que pagar mucho derecho de piso porque entré como diseñador, que era lo que más me gustaba a mí, pero era difícil porque ellos ya tenían 20 años de experiencia y había errores que yo creía que tenía que cometer: al principio quería diseñar hasta las manijas de las puertas. Sentía que el diseño tenía que ser todo nuestro y me trencé con mi papá. Fue una buena decisión trabajar con ellos y también fue una buena decisión dejar de hacerlo.
Y así empezaste tu propio camino: Normal y Monoambiente son nombres que juegan con esa búsqueda. Parecen querer decir: extraordinario y espacialidad.
Tengo una afinidad por la nomenclatura de las cosas. Entender el doble sentido de las palabras me acompañó siempre. Tratamos de que sea un lugar de investigación real: me encantan todas las acepciones que eso puede traer, como lo normal y lo extraordinario. Normal refería, cuando lo encontré, a fijar el ojo en algunas piezas que parecen normales pero que son increíbles. Como cuando caminamos por el barrio: parece todo monótono pero cuando empezás a mirar, encontrás joyas del racionalismo por ejemplo.
¿Cómo entendés a la ciudad?
Es un espacio en constante reorganización: un lugar óptimo para probar cosas y equivocarse.
¿De dónde parte la búsqueda o experimentación?
La serie “Objetos Encontrados” empieza con el Tender pero el arranque fuerte fue con las tejas coloniales, para cambiar el esquema clásico de la teja que tiene un lenguaje colonizador, tratar temas de diseño local y buscar cuál sería nuestra cultura de diseño propia. Ahí hubo ejercicios formales, historias y trastiendas que nos ayudaron a construir. Hoy por hoy, las búsquedas de nuestros proyectos pasan más por esos back stories: lo formal es una representación de esa investigación conceptual.
¿Cuál es para vos el valor más inmediato del diseño?
Hay una visión que asocia el diseño a lo innecesario o superfluo, pero es todo lo contrario: una silla bien diseñada te cambia la vida. Una buena cultura del diseño hace que el diseño sea como invisible pero que uno lo sienta, que uno viva mejor. Hay que entender al diseño como algo amplio: desde no necesitar prender el aire acondicionado en verano o la calefacción en invierno, hasta que uno pueda sentirse cómodo y que la casa esté preparada para el cambio. La vida muta: pasás de ser uno a ser dos, de ser dos a ser cuatro. El espacio tiene que estar preparado para evolucionar con esas variaciones.
Pero el espacio a diseñar no siempre es compatible con el espacio inmobiliario, ¿no?
Hay un valor de diseño y hay un valor de mercado. El metro cuadrado es una tela, es algo que no tiene profundidad: es superficial. El monoambiente como unidad básica, por ejemplo, no plantea absolutamente nada fuera del código de construcción. Son pocos los que hacen algo distinto: en lugar de 2.70, una altura de 3.20. Por eso el volumen es otra cosa: una gran transformación sería vender metros cúbicos en lugar de cuadrados. Y ahí sí podés hablar de otras dimensiones como la altura.
Entre tanta tendencia y certificación, ¿cuál es el lugar genuino de la sustentabilidad?
La moda de la arquitectura sustentable es absurda. La casa es sustentable porque se sustenta: está soportada, construida, hace un planteo contra la gravedad. La gran problemática de la sustentabilidad es que es tan amplia como decir que el aire es respirable. Una casa no es sustentable por incorporar una placa de silicio, porque dura 10 años y después no tenemos en dónde tirarla. Se puede hacer una casa sin necesitar nada: el alero del rancho o galería es de las piezas más sustentables que hay y es eterna. Es un buffer de temperatura, donde vos podés estar.
Y en la escala del objeto industrial, ¿de qué manera lo abordan?
Tomás decisiones sustentables frente al proyecto, es algo básico: el diseño siempre debería ser así.
Cuando hicimos el Proyecto Chair, diseñamos la forma para que de una sola placa pudieran salir cuatro sillas, que lo hacían más rentable. Empezamos a hacerlos en multilaminado ureico, una madera paraguaya, pero tuvimos que reemplazarla por acrílico porque dejó de ingresar al país y utilizando otra placa teníamos que usar el doble de material para cada silla.
Cuando no hay limitaciones, ¿cuál es el criterio para la selección del material?
Tenemos amores materiales, son momentos. Uno que hoy me vuelve loco es el mylard. Lo desarrolló la NASA para refractar o retener el calor emitido por el sol una vez que sacaban ciertos sistemas afuera de la atmósfera: era para escudarlos en misiones como la del Apolo 11. También es conocido como emergency o space blanket y se usa para accidentes en la ruta, maratones o tsunamis, para proveer calor en situaciones extremas. Hicimos una compra grande para investigarlo. Por otro lado, cuando empezamos los broches eran una manera de construir. Para un estudio joven eran un material más barato que el ladrillo y fácil de conseguir, además de una representación de las ganas de hacer: la plusvalía del diseño a la industria.
¿Cuál es la gran promesa del diseño?
Tiene la verdadera capacidad de cambiar el mundo, porque todo está diseñado: bien o mal, pero diseñado al fin. Sin embargo, se perdió el valor cultural que tenían las piezas: antes que un arquitecto te hiciera la casa tenía un valor. Hoy no importa: el valor es el que pone el mercado.
¿Cuál es el desafío que más te seduce a la hora de proyectar?
El diseño limitado: ante esos límites tenés que tener la voluntad de romper. Hay que entenderlos como herramientas y construir a partir de ahí.